Acabo de pasar estos días en Coruña, una ciudad que estéticamente me ha dicho nada, y gastronómicamente, mucho. Igual que no fui capaz de encontrar algo que me dijera aquí me gustaría vivir, no hubo un sitio donde comiera que dijera aquí no podría comer. El estómago versus el sentido de la belleza.
Nos hizo buen tiempo, ayer ya empeoró bastante, el clima supongo que es como el caracter asociado a los gallegos que no se sabe si va o viene. De todas formas, como Logroño, es una ciudad en la que no me gustaría vivir el gris puede ser elegante pero el cielo de mi Málaga, es como un zafiro en medio de un montón de baratijas. Y supongo que a los gallegos, le gustara más Galicia, es normal, porque al final, no son las vistas, son las percepciones, son las emociones, las que determinan donde queremos vivir.
También estuve en Redes, me tomé un Bloody Mary en la casa donde Almodóvar grabó Julieta, cosas pintorescas que se te presentan, pero hay que socializar y sigo pensando que eso no es lo mío, y que por ello, profesionalmente no voy a llegar lejos. No se puede llegar lejos en un país donde para triunfar es necesario ser enchufado. Luego comimos en una casa contigua, unas escaleras bajan al mar cuando la marea está alta, no a la playa, al mar, podrías sentarte y que tus pies toquen el agua, es una de esas maravillas que un «desarrollo» inmobiliario atroz hizo en su momento, pero que hacen que los afortunados disfruten de una maravilla posteriormente, los anfitriones fueron encantadores, la comida buena. Me sorprendió que dos personas llegaran en un kayak, subieran a casa, se tomaran un café mientras los dueñios estaban echándose la siesta y se marcharan. Este grado de confianza, me extranó y al mismo tiempo me maravilló, como cuando estas malo en la infancia y tu madre se pasa para ver como estás, un grado de confianza infinito, de saber que pase lo que pase, estarán ahí.